Una guerra comercial, como cualquier guerra, puede parecer conveniente llevarla a cabo tomando diferentes perspectivas.
Una guerra comercial, como cualquier guerra, puede parecer conveniente llevarla a cabo tomando diferentes perspectivas: 1) cuando tus probabilidades de ganar son mayores que tus probabilidades de perder, 2) cuando el botín de la victoria pueda parecer mayor a los costes de la disputa y/o 3) en una guerra de desgaste, cuando, sin haber unos beneficios claros en la victoria, el enfrentamiento se pueda soportar de una forma sostenible o, como mínimo, de forma más sostenible que tu adversario, prolongándolo hasta que uno de los dos (preferiblemente el otro) caiga.
Cabría pensar que la disputa se da entre dos enemigos del comercio:la China comunista, autárquica y aislada del mundo, y la nueva derecha (Alt-Right) americana, esa que carece de esquemas y agita su política a base de volantazos imprevisibles.
Pero si observamos más allá, ¿por qué se iba a dar una disputa entre dos hegemones (el que llega y el que se va) que opinan lo mismo? De estar ambos en contra del comercio, bastaría con promover un pacto mundial de rechazo al comercio. ¿Y si resulta que no opinan lo mismo y uno de ellos sí apuesta por la globalización? Y, de ser así, ¿de cuál de ellos hablamos?
Desde la caída de la Unión Soviética y la incorporación de China al comercio mundial, han existido fricciones pero nunca una guerra comercial desestabilizadora como la que se divisa en el horizonte. Antes de ello, existían dos mundos que prácticamente no se tocaban.
Desde entonces, el planeta ha vivido la mejor época de su historia en términos de reducción de pobreza y desigualdades, incluso con una crisis económica mundial de por medio.
Según datos del Banco Mundial, China ha sacado de la pobreza a más de 700 millones de personas en las últimas tres décadas y durante 2018 reducirá la pobreza extrema por debajo del 1%. Pero la mayor revolución social de la historia de la humanidad no ha sido un fenómeno atmosférico aleatorio. La apertura de fronteras, la inversión extranjera, en definitiva, el comercio o, como los chinos lo llaman: “el comunismo de segunda generación” (llámelo usted como prefiera), es lo que ha funcionado después de haber probado lo opuesto con opuesta suerte.
Y el cálculo es claro: si para prolongar la senda del crecimiento es necesario comerciar, comerciemos.
Seguimos pensando, por suerte cada vez menos, en esa China gris, soviética, cerrada y autárquica que describía al principio, pero la realidad es muy distinta; China vive por y para el comercio. Más allá de convertirse en la fábrica del (primer) mundo desde los años ’90, sus relaciones comerciales con países africanos, latinoamericanos o asiáticos generan prosperidad y, a diferencia de la polarización militarizada del mundo durante la guerra fría, se trata pactos voluntarios: COMERCIO con mayúsculas. Proyectos como el “One Belt, One Road” rescatando rutas de comercio milenarias no hacen más que mostrarnos el interés y la voluntad de inversión del gobierno chino en las comunicaciones que permitan aumentar la cooperación en todas sus facetas.
Por el otro lado, seguimos pensando en los Estados Unidos como el gran paradigma de la globalización. La salida prematura del TTP y la renegociación del NAFTA nos ha ido dando pistas de cómo Donald Trump pretende reformular las leyes del comercio y, de ser necesario, las de la física. Re-industrializar el país es un sueño faraónico sin una base teórica sostenible. Las fábricas de coches no se fueron a México o a China, se robotizaron. La forma de conseguir que tus ciudadanos compren bienes locales no es encarecer los productos chinos, imponiendo a tus compatriotas una pérdida de poder adquisitivo; se consigue produciendo de forma más eficiente. Además de perjudicar de inicio a tus ciudadanos, la ley de “consecuencias no deseadas” provoca efectos colaterales que Trump es incapaz de calcular acomodado en sus partidas de Risk modo local. China ha contraatacado subiendo tasas a productos como la agricultura, la masa crítica de votantes republicanos; no hay miedo a una escalada. Por otro lado, Occidente sigue pensando en productos chinos como “marcas chinas” cuando la realidad es que un gran número de productos que usamos fabricados en China son en realidad fabricados por marcas occidentales. Es decir, una guerra tarifaria, perjudica también a nuestras empresas. Medidas y contramedidas que revientan la concepción que tenemos de los Estados Unidos como líder del mundo inter-conectado.
Así pues, no parece que éste sea un enfrentamiento entre dos formas de entender el comercio sino, como sucedía antes de los ’90, entre una forma de entender el comercio y un enemigo del mismo.
Y si estamos como parece en una guerra de desgaste, habrá que ver quién precisa más de los productos ajenos. A priori, los productos chinos son usados principalmente por la clase media y baja americana mientras que los productos americanos son usados esencialmente por la clase alta china. El intercambio de golpes se adivina injusto. Como sucede en las guerras, una disputa entre personas que se conocen y se odian, la resuelven/sufren ciudadanos de a pie que ni se conocen ni se odian.
Si entendemos que la idea de crear un casus belli con China por sus políticas comerciales es en sí misma un disparate y sabemos que colocar aranceles a los productos que llegan a tu país se ha demostrado a lo largo de los siglos como un disparo en el propio pie, solo queda esperar que Trump dé un paso atrás (China no lo hará) y le cuente a sus votantes que este órdago sirvió para llegar a un acuerdo con China que beneficiará a los suyos enormemente y obtenga un rédito electoral a costa de haber tenido en vilo, durante meses, la política internacional.
De no ser así, alguien pronto descubrirá que China es un país soberano con una política comercial que, nos guste o no, se decide en Beijing y no en Washington y que esa política, además, no ha cambiado sensiblemente en los últimos años sino para abrirse más y más al mundo.
Quizá lo que sí haya cambiado es la necesidad del presidente americano de cumplir alguna de sus promesas electorales. Otro muro.