Lisboa, la ciudad que nació de un terremoto
jueves 29 de octubre de 2015, 20:43h
El 1 de noviembre se cumplen 160 años de la catástrofe que conmovió al mundo.
El sacerdote pronunció las palabras “Gaudeamus omnes in Deo”, pero casi nadie lo escuchó. El estruendo y los gritos angustiados de los fieles que llenaban la catedral lo impidieron. Aterrorizados, todos estaban pendientes del estrépito que venía de la calle.
De repente toda aquella gran iglesia de mármol fue impulsada hacia arriba, oscilando como un barco en medio de un mar tormentoso. De las bóvedas comenzaron a caer piedras sobre los hombres y mujeres que había acudido a la misa. Las velas también se desplomaron y se iniciaron decenas de incendios. Era el 1 de noviembre de 1755, día de Todos los Santos, y el terremoto de Lisboa acababa de comenzar.
La tierra se había despertado de su letargo milenario y avanzaba ondeante. En África había destrozado mezquitas y sinagogas. En Agadir y Rabat, las casas se desplomaron. Argelia explotó. En la lejana Falun, a miles de millas de allí, sus habitantes suecos sintieron la cólera de la tierra hirviente. Repentinamente, los ríos suizos comenzaron a arrastrar lodo. El lago de Neuchâtel se desbordó. Los alemanes oyeron el fragor de algo similar a una batalla. En Escocia y Gales las colinas se estremecieron. Jaén, Sevilla, Valladolid, Zamora o Ciudad Real entre otras, sufrieron graves desperfectos y cientos de muertes debido a los derrumbes.
En Lisboa, la tierra abrió sus fauces tragándose a 80.000 seres humanos. Trituró los ridículos muros de las casas y aplastó los palacios como si fueran casitas de palillos. Abatió los conventos y destrozó los comercios. La corteza terrestre reventó dejando escapar el ardiente aliento de las profundidades. Las piedras se derritieron, los árboles se resquebrajaron y grandes portones de hierro forjado quedaron encorvados. El terremoto y el incendio no respetaron las obras de Rubens y de Tiziano y las arrojaron al fuego. Costosas vajillas chinas se partieron en pedazos. En el palacio de Bragança, la tierra despedazó las joyas de la corona.
En las capillas laterales de las iglesias, las figuras de los santos se derrumbaron. El suelo resquebrajado se tragó las innumerables riquezas de la ciudad: marfil, oro y piedras preciosas. En el Archivo Real ardió la historia de Portugal. Los mapas con las rutas marítimas quedaron reducidos a cenizas.
Las casas temblaron como sauces, los muros cedieron y crujieron las vigas. Las piedras se precipitaron sobre las calles en las que se apiñaban las personas. Las casas enterraron a sus habitantes. El polvo tapó la boca de los que chillaban mientras en las estrechas callejuelas, los muertos iban cayendo unos sobre otros, golpeados por las piedras, asfixiados por la humareda, quemados, aplastados, triturados. De los patios se elevó un humo negro que rodeó a los supervivientes hasta cortarles la respiración. La tierra destruyó Lisboa y dio caza a sus hijos. Era el 1 de noviembre, festividad religiosa de Todos los Santos. El día siguiente se celebraba el día de los Difuntos o día de los Muertos.
El renacer de la ciudad
Debido a un golpe de suerte, la familia real portuguesa escapó ilesa de la catástrofe. El rey José I y la corte habían salido de la ciudad, después de asistir a misa al amanecer, satisfaciendo el deseo de una de las hijas del rey de pasar el día de la fiesta de Todos los Santos lejos de Lisboa. Después de la catástrofe, José desarrolló un gran miedo a vivir bajo techo, y la corte fue acomodada en un enorme complejo de tiendas y pabellones en las colinas de Ajuda, entonces en las cercanías de Lisboa. Al igual que el rey, el primer ministro Carvalho e Melo, marqués de Pombal, sobrevivió al terremoto. Se cuenta que respondió a quien le preguntó qué hacer: «Cuidar de los vivos, enterrar a los muertos». Con el pragmatismo que caracterizó todas sus acciones, el primer ministro comenzó inmediatamente a organizar la recuperación y la reconstrucción.
El primer ministro envió bomberos al interior de la ciudad para extinguir los incendios, y a grupos organizados para enterrar los millares de cadáveres. Había poco tiempo para disponer de los cadáveres antes de que las epidemias se extendieran. Contrariamente a la costumbre y contra los deseos de la Iglesia, muchos cadáveres fueron cargados en barcazas y tirados al mar, más allá de la boca del Tajo. Para prevenir los desórdenes en la ciudad en ruinas, y, sobre todo, para impedir el saqueo, se levantaron patíbulos en puntos elevados alrededor de la ciudad y al menos 34 saqueadores fueron ejecutados. El ejército fue movilizado para que rodeara la ciudad e impidiese que los hombres sanos huyeran, de modo que pudieran ser obligados a despejar las ruinas.
No mucho después de la crisis inicial, el primer ministro y el rey rápidamente contrataron arquitectos e ingenieros, y en menos de un año, Lisboa estaba ya libre de escombros y comenzando la reconstrucción. El rey estaba ansioso de tener una ciudad nueva y perfectamente ordenada. Manzanas grandes y calles rectilíneas, amplias avenidas fueron los lemas de la nueva Lisboa. Cuando alguien preguntó al marqués de Pombal por la necesidad de calles tan anchas, éste contestó: «un día serán pequeñas». De hecho, el caótico tránsito de la actual Lisboa refleja la sabiduría de la respuesta.
Los edificios pombalinos están entre las primeras construcciones resistentes a los terremotos en el mundo. Se construyeron pequeños modelos de madera para hacer pruebas, y los terremotos fueron simulados por las tropas que marchaban alrededor de ellos. La nueva zona céntrica de Lisboa, conocida hoy como Baixa Pombalina, es una de las atracciones turísticas más conocidas de la ciudad. Secciones de otras ciudades portuguesas, como Vila Real de Santo António en el Algarve, se reconstruyeron también siguiendo los principios pombalinos.
Antigua y señorial
La capital portuguesa sigue siendo antigua y señorial, como recordaba la vieja canción, pero también es joven y vanguardista, es romántica y acogedora, es vital y culta y, desde luego, es sabrosa y dulce. Pero tal vez lo mejor de Lisboa es que cualquiera de estos calificativos y muchos otros, no son excluyentes. Más bien se superponen, se complementan para hacer una ciudad única, que enamora al visitante al primer vistazo y que, como las buenas amantes, le engancha, obligándole a volver junto a ella. Hay una Lisboa evidente, que se descubre desparramándose a los pies desde cualquiera de sus siete colinas y que ofrece una perspectiva diferente.
Una visita a la ciudad debe comenzar por uno de sus “miradouros”, a los que se llega en elevadores o tranvías, como el de Sáo Pedro de Alcántara en el Barrio Alto que divisa la ciudad con el telón de fondo del Castelo, o, justo enfrente, el de Nossa Señora do Monte que, como un espejo, refleja el encanto del Barrio Alto. Aunque el más popular es el de Santa Luzía, con sus característicos mosaicos, hoy bastante deteriorados, sobre el barrio de Alfama, con el río al fondo.
Pero sin duda la mejor vista de Lisboa se aprecia desde el Castelo de San Jorge, el monumento más antiguo de la ciudad y el mejor punto de referencia. Sus orígenes fueron romanos y árabes y su aspecto similar al actual se consiguió tras la conquista cristiana. Durante mucho tiempo fue residencia de los reyes de Portugal, hasta que Manuel I se construyó un palacio más lujoso en lo que hoy es la Plaça do Comércio. Hoy es un lugar espacioso por el que pasear o contemplar la cambiante ciudad.
Desde aquí, Lisboa parece mucho más monumental de lo que es, porque se trata de una urbe con inmejorables perspectivas debido a sus diferentes alturas, pero sin grandes monumentos. Los frecuentes terremotos, pero también el criterio de sus gobernantes, ha hecho que en la ciudad no haya grandes palacios, ni iglesias monumentales, ni construcciones ostentosas. La reforma urgente que acometió el Marqués de Pombal se centró en crear una ciudad nueva, racionalista, sin concesiones a lo superfluo ni al lujo.
Desde el Castelo se aprecia esa ciudad del XVIII, hoy un tanto decadente, pero se descubre también la ciudad nueva que se está rehabilitando, conservando el encanto de lo antiguo pero con las exigencias del siglo XXI. Numerosas fachadas en toda la ciudad recuerdan el ambicioso plan que se ha emprendido y que pretende rehabilitar unos 10.000 edificios. Contemplando los viejos tejados se descubren algunas joyas en las que el trabajo ya está hecho. Pequeñas piscinas, jardines e incluso huertos sustituyen las antiguas cubiertas de casas renovadas llenas de luz y con magníficas perspectivas.
Descubrir sus barrios
Desde el castillo, mientras se disfruta de una imperial (el equivalente a nuestra caña de cerveza) se pueden planificar los distintos recorridos que permitirán visitar sus barrios a pie o utilizando sus peculiares transportes públicos, incluso el metro, verdadero museo subterráneo de arte contemporáneo portugués. Hay mucho donde elegir.
Junto al castillo está Alfama, uno de los más antiguos barrios de Lisboa. Todavía conserva su estructura árabe, con calles en laberinto, patios y callejones. Aquí se encuentra la Catedral y se lleva a cabo la Feria de la Ladra (el Rastro). El barrio está en pleno proceso de transformación, arreglando viviendas, creando locales nuevos, mejorando la infraestructura y los servicios... Junto a Alfama están los barrios de Castelo y Morería. Durante el mes de junio, en las fiestas de los Santos Populares, estos barrios se llenan de música, bailes y comida típica. En Bica, otro barrio histórico de Lisboa, el funicular de Bica, de 1892, sube entre casas, por una calle en la que las aceras son estrechos escalones.
En la Baixa lisboeta se encuentra el mayor movimiento y bullicio, así como las tiendas más antiguas y tradicionales de Lisboa. Todavía hoy se concentran aquí todos los negocios, una tradición del pasado que se puede comprobar en los nombres de las calles: Rua do Ouro, Rua da Prata, Rua dos Fanqueiros (Lenceros). Tras el terremoto de 1755, la Baixa Pombalina fue reconstruida en estilo clásico, pero muchos de los barrios medievales permanecen, con fascinantes tiendas, restaurantes y cafés.
No hay que perderse subir a Barrio Alto en el ascensor da Glória. Arriba queda el mirador de San Pedro de Alcántara, buen punto de partida para conocer un barrio histórico inolvidable, que cambia radicalmente por la noche cuando abren decenas de pequeños restaurantes y cafés. Bairro Alto, con origen en el siglo XVI, es hoy uno de los más animados de la ciudad, con bares, restaurantes y tiendas vanguardistas, que en los últimos años se han ido instalando en la zona.
Desde allí no queda lejos el Chiado, uno de los barrios más seductores de la ciudad. Centro de la vida cultural, como bien lo demuestran sus teatros, cafés con tradición literaria, como A Brasileira, librerías antiguas o el Museo del Chiado. El Chiado es un elegante barrio comercial y residencial, que alcanzó su auge en el siglo XIX, cuando era punto de encuentro de intelectuales y artistas como Fernando Pessoa, Almada Negreiros o Eça de Queirós y sigue siendo hoy frecuentado por estudiantes de arte.
Y, naturalmente, hay que acercarse a la orilla del Tajo, donde todo comenzó. Los viajes marítimos de los descubrimientos ultramarinos convirtieron a Lisboa en uno de los grandes puertos del mundo, el centro de un imperio que se extendía desde Brasil (por Occidente) hasta la India (por Oriente). A orillas del río, grandes monumentos recuerdan este período.
Y durante todo el camino, en cualquier parte de la ciudad, hay que dejarse seducir por la luz excepcional de Lisboa, hechizo de escritores, fotógrafos y cineastas, y la policromía de los azulejos de las fachadas, que le confieren una atmósfera peculiar. Además de la luz blanca característica de estas latitudes, Lisboa siempre ha vivido en un juego de luz y sombra. Un juego antiguo, alimentado por una arquitectura centenaria, que se extiende por calles a veces estrechísimas, que suben y bajan de las colinas frente al río, marcando fronteras entre los innumerables barrios históricos repletos de vivencias típicas. Un juego que la ciudad ha mantenido visualmente, ampliando este contraste a una nueva arquitectura, moderna, clara, proyectada sobre avenidas anchas, pero siempre frente al río.
Culturalmente, Lisboa ha conseguido mantener el encanto de su juego de luz y sombra. Es decir, el reconocimiento de un pasado como ciudad marítima, abierta al mundo a través de los descubrimientos, con museos, monumentos y tradiciones que lo atestiguan, y un presente marcado por una nueva puerta abierta al Mundo del siglo XXI, con museos contemporáneos, acontecimientos culturales de renombre y una forma de vida de ciudad cosmopolita.
Por la ribera del Tajo
La historia de Lisboa crece en las orillas del Tajo. Aquí están dos de sus monumentos emblemáticos, Torre de Belém y Monasterio de los Jerónimos. Ambos Patrimonio Mundial, son exponentes máximos de belleza y del estilo manuelino que evoca los Descubrimientos portugueses. Aquí también se encuentran los Museos de Arqueología, de la Marina y el Planetario, para abstraerse del mar y centrarse en el cielo. Muy cerca queda el Centro Cultural de Belém, donde se puede descansar en una agradable terraza con vistas al río. Pasando el túnel, está el Padrão de los Descubrimientos donde admirar la Rosa de los Vientos del suelo, con el azul del Tajo como fondo. Un poco más adelante se encuentra el Palacio del Presidente de la República.
Siguiendo hacia oriente, se llega a la Doca de Santos, muy animada con terrazas y restaurantes. En las estaciones marítimas de Alcântara y Rocha Conde de Óbidos hay bonitos paneles modernistas, abundando en la zona agradables locales para comer o simplemente tomar una copa y disfrutar del ambiente junto al río.
Después está uno de los espacios más bonitos de la ciudad, la Plaza del Comercio, donde confluyen las calles iluministas de la Baixa lisboeta. Hay que detenerse y admirar los edificios y las pendientes de los barrios medievales de la ciudad, que desembocan aquí.
Finalmente, en la zona más oriental de la ciudad está el famoso Parque de las Naciones, espacio en el que se realizó la Exposición Mundial de 1998, hoy una excelente área de recreo, terrazas y un conjunto variado de servicios. Es una zona excelente para pasear a pie, en bicicleta, en monopatín, para dedicar unos momentos a la cultura y al ocio.