Si le preguntamos a alguien, ¿te gusta que te engañen?, obtendremos tres respuestas diferentes: Sí, siempre; no, nunca, y depende. En mi opinión, tanto los que responden
sí como los que responden
no tienen un grave problema de percepción. Los del
sí deberían explicar a un psicólogo dónde reside el gusto por la mentira y la falsedad. Los del
no todavía no han entendido que nada es absolutamente cierto, sobre todo, en el ámbito social. Por tanto, me centraré en el grupo que responde
depende y en los aspectos mercadotécnicos relacionados.
Si existe una única realidad objetiva y de conocimiento completo, nadie la conoce. Percibimos una porción de la realidad. Nadie tiene la razón, sino versiones del mundo que interpretamos según nuestra cultura, conocimiento y experiencia vital. Por tanto, la interacción humana está sujeta a significados sociales, como indican Taylor & Bogdan (2013); en consecuencia, se deberán tener en cuenta los juegos del lenguaje y que el significado lo otorga el uso. Los actores sociales otorgan al significado, entendido como trasfondo socio-cultural, que para cada uno de ellos tiene cada realidad, según Wittgenstein (1999), citado en Schwandt (2000).
¿Engaño? Depende. A todos nos gusta que nos adulen y nos digan que estamos maravillosos a las siete de mañana, al despertarnos, y que nuestra barriguita cervecera es sexi. El autoengaño, ligado al sentimiento hedonista inconsciente propio del ser humano, es un argumento básico en la relación social y comercial. Hablar es negociar. Y los anuncios, que nos incitan a consumir, nos están hablando, seduciendo, al despertar nuestro instinto de supervivencia social: no se puede remar contra la corriente impuesta por modas, usos y significados sociales y las emociones fascinantes que nos provocan la chispa de la vida y el placer de conducir. Y cada cual fija su particular límite del engaño en su percepción del descuento en época de compras, del aspecto de las personas asociadas a marcas de ropa, complementos y perfumes.
Consecuentemente, en el Black Friday se establece un determinado juego del gato y el ratón entre el ofertante y el consumidor. Un juego de inteligencias, de estrategias psicológicas y de conocimiento humano y social. En este caso, los proveedores de servicios y productos saben mucho más del consumidor que él mismo. Conocen de antemano la previsible evolución en gustos y tendencias. Así, el comprador se halla en inferioridad de conocimiento, y puede ser consciente de esta circunstancia o no serlo. En todo caso, si la ilusión de descuentos promocionales, la trampa de determinada idea de belleza asociada a productos y la falsa creencia de que la felicidad reside en aquello que no se posee en lugar del valor de lo que cada cual ha conseguido, no sobrepasan los límites individuales al engaño permitido, entonces, habrá trato: se intercambia dinero por expectativas.
La mentira, el engaño y las medias verdades se han instaurado en la sociedad consumista como un elemento natural de la interacción humana. El maquillaje, el wonderbra, los descuentos eternos, los pantalones que realzan los glúteos y los cuerpos Danone son conductores del sentimiento de marca o de pertenencia a cierto grupo social de éxito, que basan su mensaje en los límites permitidos de engaño. Por este motivo, los ofertantes segmentan el mercado, atendiendo al nivel de permeabilidad y permisividad que detectan en grupos homogéneos de consumidores.
Ya es Black Friday otra vez. ¿Hasta dónde estás dispuesto a jugar al lenguaje del significado del engaño consentido?